lunes, 19 de marzo de 2012

El pecado

Diez.¿Por qué no contarlo? Un día mi padre me decepcionó. Ambos éramos adultos. No había guerras dialécticas entre nosotros, sólo quería visitarlo en su casa de Lincoln, estar con él y con mamá, muchas veces en silencio, leyendo, tomando mate. Una de esas tardes papá sacó de la heladera sus viejos conceptos bíblicos y dijo: "La mujer trajo el pecado al mundo". Lo dijo como al pasar, en medio de otra cosa, y me quedé frío. "¿Cómo decís eso?" "Lo dice la biblia". Me dolió, me molestó, comprendí también el abismo que había entre nosotros. No lo quise menos por eso, ni dejé de respetarlo, pero sentí la cuchillada helada de la decepción: ya no era la mía una postura de adolescente que quiere rebelarse, no. Acababa de darme cuenta de que mi padre repetía como loro sin conciencia.
Papá, que se sentía perdido si mamá no estaba cerca de él.
Papá, que tenía cuatro hijas mujeres que hicieron mucho por él –mucho más que yo, uno de los hijos varones, por ejemplo –.
Papá, entonces, repetía como loro: "La mujer trajo el pecado al mundo".
Y yo comprendí el daño de la religión, como divide, como deshumaniza: mi padre no podía ligar ese concepto a su realidad doméstica, no comprendía la carga siniestra de esa frase. Un hombre simple y bueno podía decir eso, unir pecado y mujer –es decir juicio, condena y mujer – como si fueran palabras gemelas. Sólo porque algún carcamán milenario lo había escrito alguna vez, para justificar una de las variantes del horrendo poder del más fuerte sobre el más débil.
Hoy escuché hablar a Susana Trimarco, la madre de Marita Verón, secuestrada, víctima de la trata de blancas.
Pienso en el coraje de esa madre.
Pienso que su lucha debería equipararse a la de una abuela y madre de Plaza de Mayo.
Pienso que esta mujer no es más que una mujer con un inmenso coraje, una voluntad arrolladora, un deseo de justicia que la trasciende y la hace símbolo y bandera; y que el mejor símbolo son los hechos; y que hace honor a la vida, y en vez de morir de dolor lucha contra enemigos que se sienten impunes, algo menos impunes ahora.
Pienso que a los inconmensurables criminales que la secuestraron se le unen los cretinos cínicos, cómplices en criminalidad, que son los clientes.
Que hay una lógica inhumana que domina todo esto.
Que policías, políticos, tratantes, jueces, clientes son cómplices.
Que por algún lado hay que empezar. Que Susana Trimarco debe ser más que una madre sola, acompañada de buenas voluntades.
Que el estado debería actuar todos los minutos de todos los días, porque pocos horrores son comparables a este horror. Pero no el estado, no los políticos y nosotros no; nosotros también.
El infierno de las mujeres víctimas de la trata de blancas son los hombres.
A veces solo se puede ser visceral, como cuando John Lennon gritó: "La mujer es el negro del mundo". Entiendo que esta es una frase extraña, pero entiendo también lo que Lennon quiso señalar con ella, más allá de lo políticamente correcto.
Pienso que hay una larga tradición de oscuridad que atenúa este horror en las conciencias. Y que aquellas palabras penosas instaladas en la mente de mi padre, en su difuso campo de creencias, están también instaladas en la sociedad, en gran parte, y ayudan a que los jueces miren para otro lado, los curas se coman la hostia, los policías y políticos y también jueces cobren y se den sus lujos gracias a los prostíbulos, templos de la esclavitud.
Que la justicia los alcance. Que así sea.

domingo, 11 de marzo de 2012

El visitante

Nueve. A veces me olvido de estas cosas inolvidables. Como cuando nos llamaron de la escuela porque Camila se había lastimado en un recreo. Fuimos en ambulancia de la escuela el Hospital Tornú y allí decidieron aplicarle dos puntos en la perilla. Ella se asustó, lloraba –tenía siete años – entonces le dije “Mirá el colibrí”. Había una ventana justo a la altura de sus ojos. “¿Dónde?”. Con fervor de mentiroso le dije “Allí, allí” y ella buscó y, según me dijo, lo encontró. Aún hoy me dice que vio un colibrí mientras la suturaban.
Pero eso no fue lo único: al llegar a casa, un colibrí batía sus alas, agotado, frente a un ventanuco. Creí que estaba imaginándolo, pero no. ¡Había un colibrí dentro de la casa! Había entrado por la puerta abierta que daba a la terraza y no sabía cómo salir del patio techado con policarbonato. Lo tomé con mis manos – el pajarito estaba de veras agotado –; le sacamos una foto, abrí el vidrio y lo solté. La cadena de acontecimientos nos hizo sentir extrañamente reconfortados. Y con la sospecha de que había un hilo que unía cosas fuera de nuestra capacidad de interpretación.