sábado, 25 de febrero de 2012

Nacimiento de fantasmas

Ocho. Robo el título de esta entrada a una novela de la autora francesa Marie Darrieussecq, aunque el tema que voy a tratar poco tiene que ver con el libro y sí con la realidad. Igual, ya que estamos, la sinopsis de la novela es muy sencilla: un marido desaparece. No se sabe dónde está y esa desaparición lo convierte en una especie de fantasma que habita a la esposa. Las páginas vuelven una y otra vez a las perplejidades que dispara esta ausencia. Sigamos con los fantasmas: más modestamente, en el año 2007 escribí una novela corta titulada ¡Usted es el fantasma! Menos modestamente tomo como un premio  que algunos lectores "peregrinen" hasta esa esquina de Buenos Aires para conocer "la casa que aparece en la novela", un palacete de tres plantas, en Freire y Los Incas, que creí deshabitado. Allí imaginé una historia de fantasmas para reflexionar sobre el paso del tiempo, y más particularmente, del amor en esa etapa de la vida que llamamos "tercera edad". En este mundo bobo donde se nos machaca que las glorias de la vida son para la juventud –las razones de esta bobera exceden las pretensiones de esta entrada, aunque retomaré el tema más adelante – sentí el deseo de hablar de dos ancianos enamorados que se enemistaron poco antes de irse del mundo y ahora, convertidos en fantasmas, erran perdidos y sin paz, buscándose. Con el tiempo descubrí que la casa no estaba abandonada. Varias veces toqué el timbre, sin éxito, siempre acompañado por mi hija menor, que estaba entusiasmadísima con la idea de conocer a los "fantasmas".
Hace una semana sentí una rara resolución, tomé un ejemplar de la novela y, decidido, volví al caserón. acompañado por Camila, ya convertida en una adolescente. Esta vez, desde una ventana del primer piso, me atendió una señora a la que logré convencer de que yo era un ser inofensivo: un escritor. Más confiada, bajó hasta la vereda y al enterarse de mis propósitos y de mi libro, dijo:
–Es verdad que hay fantasmas. Mi prima vio a una pareja, varias veces, sentados en la mesa del comedor. Yo misma, con el rabillo del ojo, a veces los veo moverse, pero en cuanto enfoco la vista, desaparecen.
Fastidiada, me contó de las propuestas que rechaza con frecuencia para filmar películas dentro de la casona. "El último que quiso alquilar la casa fue Adrián Suar", dijo.
A mí, tardaron cinco años en atenderme. Por ser vecinos que viven a su manera, por respeto a ellos, no quiero contar aquí detalles de su recoleta vida. Sólo dejo constancia del gusto que me provoca volver "al lugar del crimen" y confesar, como un bandido, que anduve por allí, robando inspiración, y dejar mi novela en su matrix. Me queda un deseo: que la próxima vez me inviten a conocerla por dentro y acaso ver con el rabillo del ojo esas presencias inquietantes que, por supuesto, no existen.

jueves, 16 de febrero de 2012

Dónde está mi pizza o cómo contar una historia

Séptimo.Las multitudes que se congregan en la pizzería Guerrín impresionan. ¿En qué horno infernal se abastece a tanta masa hambrienta? Anoche nos sucedió algo singular. Pedimos una pizza "familiar de mozzarella con aceitunas negras". A su tiempo, el mozo nos trajo una de mozzarella a secas. En un primer momento pensé que las aceitunas estaban ocultas bajo el abundante queso, pero no. A tres mesas, había dos muchachos perplejos, que miraban, como nosotros, su pizza. En medio del barullo, sucedió la comunicación:
–¿Esa pizza es la que ustedes pidieron? ¿No será esta?
Intercambio de bandejas con sonrisas.
Un cliente se hubiera enojado. (Apotegma para un futuro manifiesto de libertad sobre la sociedad de consumo: "Yo no soy cliente de nadie").Para nosotros, fue un motivo más para carcajear. Formas de tomar la vida.
Eso sí, el mozo no estaba en su día: quince minutos después dejó caer una botella de vidrio y una astilla alcanzó a tocar la pierna desnuda de mi compañera. En ese momento pensé: "Si sale sangre, le hacemos un juicio a Guerrín", mientras miraba la salsa de tomate y elucubraba posibles astucias, siempre imaginarias. De verdad, eso me preocupó, pero no hubo sangre y la noche terminó cuando salió el sol. Por suerte, el Universo no pretende ser original de un día para otro y siempre nos ofrece el mismo ciclo de luz y sombra para que nosotros hagamos allí lo que se nos ocurra. Las pizzas de Guerrín tampoco son originales: son ricas y ofrecen muchas variantes. Lo mismo pienso de la literatura: aquel que no tiene nada para contar, pretende la originalidad y nos regala engendros, algo así como una pizza cruda, con un pulpo podrido y vagabundeo creativo a las finas hierbas, en porciones para anoréxicos. Humildemente: cuenta tu historia, que será una variante, en su medida, de la vieja historia que empezó a contar el poeta anónimo de Gilgamesh, hace cinco mil años, o el múltiple Homero, hace treinta siglos. Y qué vivan por siempre los maestros pizzeros de Guerrín.

jueves, 9 de febrero de 2012

La ofensa sin fin

Sexto. Hablábamos con R. de nuestras más vergonzantes metidas de pata. La mía, que fue sin querer, como todas las metidas de pata, ocurrió en mi último verano como residente de Lincoln, hace unos treinta años, y continúa hasta hoy. Fue en medio del estruendo del carnaval, entre comparsas, carrozas y mascaritas que tiraban espuma a medio mundo.
Agitado por el gentío y el barullo, no dejé de saludar a una mujer a la que confundí con una profesora del secundario: la Trompa Martínez. Luego de una breve y animada charla, me di cuenta de que en realidad era una amiga de mi hermana. Asombrado de mi propio error, exclamé:
–¡Uy, perdón, te confundí con la Trompa! ¡Vos sos Patricia!
Me sentí mal, porque la Trompa era célebre por su poca agraciada fisonomía. Para enmendar la confusión, me hundí en el infierno con la siguiente frase:
–¡Pero ella es más fea que vos!
Nunca pude olvidar su mirada. Era la sombra misma de la ¿decepción? ¿incredulidad?
Y así hubiera terminado este equívoco y mi anécdota. Cada vez que recordaba mi desafortunada frase sentía el toque del remordimiento. Había herido y me había herido. De grande uno sabe que no hay mujeres feas, que hay matices. Una infinita variedad de matices que un adolescente es incapaz de percibir. De grande, básicamente, uno sabe que no se le puede decir a una mujer que es fea.
No volví a encontrarme con Patricia hasta hace muy poco, cuando velábamos a mi padre, que pasó sus últimos años en Lincoln. Ella entró igual a sí misma, y la reconocí. Sin margen de duda. ¡Qué oportunidad preciosa de reparar aquella ofensa! Después de sus palabras afectuosas, consoladoras, le dije aquel engañoso elogio:
–Estás igual que hace treinta años.
 Me miró con una seriedad helada y se fue de mi lado, mientras yo empezaba a maldecirme por haber duplicado la ofensa que Patricia no había olvidado en absoluto.

miércoles, 8 de febrero de 2012

La vida del Flaco

Quinto.La muerte no es un misterio: es una verdad. ¿Querés verdad? Vas a morir. Algún día. No estamos en el paraíso: “El paraíso es un lugar donde la verdad no pesa nada”, dijo Luca Prodan que dijo David Bowie y no quiero googlear: está escrito en mí.
El misterio no es la muerte: el misterio es la vida.
“murió el flaco, pá, no lo puedo creer”. Ese es el msn de Valentina, que mañana cumple veinte años.
Hoy murió el Flaco. Luis Alberto Spinetta.
Tuvo una vida hermosa. Hizo, hace, y hará que nuestras vidas sean más hermosas. Porque para eso está el arte: para darle su verdadera dimensión al hecho de estar aquí.
En mi novela “Algo que domina el mundo” (Zona Libre, Grupo Editorial Norma), hay dos capítulos donde el Flaco es mencionado por los personajes. En un tercer capítulo, él aparece en persona. Es el capítulo 25 y se titula: “El cielo hace bien”.
Y transcribo ahora este pedacito de letra:
Mirá el cielo, que hace bien.
Mirá el cielo, el cielo, que sólo hace bien...

El cielo del Flaco, ahora, somos nosotros. Nuestras mentes, la memoria, lo que sentimos. Es el cielo posible, el cielo real. Aunque insisto tanto con la palabra cielo. Sueño un cielo para él, para nosotros. Otro cielo. Todo es posible si la vida fue posible.
Lo que sea, a quien sea: gracias. Dale gracias al ángel.
La vida fue el lugar donde Luis Alberto gozó y sufrió, hizo canciones que no olvidaremos. No quiero postear mis propias palabras, porque no sé qué párrafo elegir.
No es su muerte un misterio. Su vida será por siempre nuestro misterio.

domingo, 5 de febrero de 2012

Un señor vagabundo

Tres.La primera vez que lo vi me dejó con la boca abierta. El señor, algunos lo llaman "Pechito", vive desde hace muchos años en la vereda de Scalabrini Ortiz, casi esquina Santa Fe. Sobre el colchón suele estar él y un perrazo color ciruela que se llama Nino Bravo; y otro blanco, más chico: Alberto Cortez. Posee, y este es el detalle del asombro, un televisor con cable que funciona perfectamente. Hoy, domingo 5 de febrero del 2012, Pechito miraba a Los Simpson. Para Navidad tenía un arbolito con luces. Una señora de esas que tienen la mente y el corazón dañados, se quejaba de estos vagos y los subsidios, en esa particular coctelera opaopositora. También es cierto que mucha gente le da una mano. Pechito tiene perros, cable, control remoto, toda la luz, toda la noche, todo el calor del verano y el frío del invierno. Las mejillas coloradas, la mirada hundida. ¿Cómo consigue la electricidad? Lo agrego a la lista de misterios mínimos y sigamos, piadosamente, nuestro camino.

sábado, 4 de febrero de 2012

La lavandera

Dos. La señora que hoy atiende la lavandería no es la de siempre; parece despistada y lo confirma enseguida. Sin preguntarme quien soy, anota mi nombre en el comprobante y anota, además, "lavado". Le digo que quiero "lavado y secado". (¿Por qué me llevaría la ropa mojada?). Entonces me mira, arquea los ojos y dice que me confundió con otra persona, un señor calvo como yo y que sólo quiere "lavado", sin secado. Me pregunta mi nombre, lo anota. Cuando llego a casa, advierto que el anterior nombre –tachado – es "María José". Un señor calvo, que usa ropa mojada y que se llama María José, se parece a mí. Otro misterio pasajero del día.

Los mozos

Uno. Hoy me fui a escribir el capítulo del día al bar Varela Varelita, en el barrio de Palermo. El mozo, veterano y amable, aparece enseguida y le pido un cortado en jarrito. Me trae un cortado en pocillo. No le digo nada: los designios de los mozos son inescrutables.